Francina Armengol, la mallorquina que pasó de despachar cremas en la farmacia familiar a presidir el Congreso de los Diputados, es una figura que parece hecha a medida para las caricaturas políticas. Con su sonrisa afable y su estilo pragmático, ha navegado las corruptas aguas del PSOE como quien sortea una tormenta en el Mediterráneo: con calma aparente, pero sin evitar mojarse. Sin embargo, bajo esa fachada tranquila se esconde una política arribista y sectaria. Su historial es tan variado como controvertido. Además, domina el Congreso sin intentar aparentar imparcialidad. No ejerce el cargo con el equilibrio que este exige por su propia naturaleza. Es una oclócrata de manual. Y otras cosas.
Armengol también es una experta en el arte de la supervivencia política. Desde su época como presidenta balear, donde lideró un pacto de izquierdas que parecía más un malabarismo que un gobierno, hasta su ascenso al Congreso, ha demostrado una habilidad singular para mantenerse en pie. Eso sí, no sin tropezones: durante la pandemia, mientras exigía restricciones durísimas a la población y al sector turístico balear, fue pillada en un bar fuera del horario y de las condiciones permitidas, también las personales, por lo visto. El episodio le valió críticas feroces y el apodo no oficial de la presidenta nocturna. Pero Francina, fiel a su estilo, capeó el escándalo con la misma serenidad con la que inaugura infraestructuras: sin perder la compostura, sobre todo porque no hay oposición y porque guste más o menos, el tirano la puso en su puesto actual.
Ministra, sí
Como presidente (o ministra, por su reverenda obediencia al jefe del albañal español) del Congreso, Armengol ha continuado su trayectoria de decisiones polémicas. Su impulso para permitir el uso de lenguas cooficiales en los debates parlamentarios fue recibido con entusiasmo por algunos y con indignación por otros, especialmente por quienes ven en eso más simbolismo político que utilidad práctica. Pero Francina sigue adelante, imperturbable, como si llevar auriculares de traducción simultánea fuese la solución definitiva a los problemas del país.
Una curiosidad sobre ella es su formación en dermofarmacia, un dato que parece casi irónico considerando las gruesas capas de piel política que ha desarrollado para resistir las críticas. Quizás esa experiencia le haya servido para entender que, en política, lo importante no es evitar las arrugas, sino saber disimularlas.
En definitiva, Francina Armengol es un personaje tan humano como controvertido y falso: pragmática hasta rozar el cinismo, resistente como las rocas de su Mallorca natal y siempre lista para la manipulación desde su poderoso cargo, para mover el cotarro político con una sonrisa tan poco conciliadora como desafiante. Una figura compleja que parece más hecha para protagonizar caricaturas que titulares serios. Inútil para el bien, oclócrata siempre. Que nadie le pregunte qué es la separación de poderes: ni lo sabe ni la ejerce. La voz de su amo.
NOTA 1. La imagen que nos ilustra a la ministra sui generis es propiedad y procede de La Nueva España.
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