Los Chiribis encarnaron una de las caras más sórdidas de la violencia política en la España de los años treinta, una violencia que se expresó en las calles, en las cunetas y en los cuerpos de jóvenes a los que se convirtió en objetivo por pensar distinto o por negarse a someterse al dogma de turno.
Bajo ese mote —chibiris, chiviris, chiribis— se ocultan las milicias juveniles socialistas madrileñas, grupos de choque de la izquierda radicalizada que hicieron de la intimidación, la paliza y, en no pocos casos, el asesinato, instrumentos normales de acción política.
Chiribis. Socialistas violentos
Los Chiribis no nacen de la nada: brotan del humus de las Juventudes Socialistas en el momento en que el PSOE abandona la lógica parlamentaria para deslizarse hacia el lenguaje de la insurrección y de la guerra civil preventiva. La juventud obrera, encuadrada en organizaciones que predicaban la revolución, se vio empujada no solo a militar en agrupaciones políticas, sino a integrarse en unidades de calle donde el adversario ya no era un rival al que derrotar con votos, sino un enemigo al que neutralizar a golpes o a balazos.
En ese clima de paramilitarización general, los Chiribis cristalizan como brazo juvenil de choque: disciplina interna de cuartel, estética miliciana, armas en la mano y una misión precisa, hacer sentir en plazas y descampados la hegemonía socialista allí donde las urnas no bastaban. La ciudad de Madrid se convirtió en su escenario natural, un tablero donde perseguir, cercar y amedrentar a todo lo que oliera a derecha, catolicismo militante o falangismo naciente.
Calle, miedo y sangre
El rasgo definitorio de estos grupos fue la normalización del terror cotidiano. Allí donde se cruzaban con jóvenes de derechas, las Juventudes Socialistas más radicalizadas, identificadas en la memoria por el apelativo Chiribis, imponían la lógica de la agresión preventiva: insultos, amenazas, golpizas y tiroteos que iban marcando barrios, paseos y casas de campo como territorios donde la disidencia política quedaba físicamente castigada.
La frontera entre defensa y ataque sistemático se borró de hecho: la sola presencia del adversario político bastaba para justificar la violencia. El resultado fue una espiral de brutalidad que dejó un reguero de muertos jóvenes, muchos de ellos estudiantes o militantes recién incorporados a organizaciones de derecha, que pagaron con la vida su decisión de afiliarse a Falange o de plantarse frente al monopolio socialista de la calle.
El crimen de Juan Cuéllar
El asesinato del joven falangista Juan Cuéllar, el 10 de junio de 1934, simboliza como pocos la degeneración moral de estos grupos de choque. En una jornada de campo en las cercanías de El Pardo, el encuentro entre un grupo de falangistas y jóvenes de izquierdas terminó en cacería: Cuéllar fue separado, golpeado, tiroteado y rematado con un ensañamiento que ninguna coartada política puede blanquear.
El detalle macabro que la memoria ha conservado —una militante socialista, Juanita Rico, destrozando el cráneo del muchacho con una vasija y humillando después su cadáver— condensa la lógica criminal que animaba a los Chiribis: no bastaba con matar, había que degradar, reducir al enemigo a carne inerme sobre la que descargar odio de clase. Y todo ello, según las versiones más extendidas, por un motivo tan desnudo como revelador: un joven que se niega a cantar la Internacional y paga esa negativa con la muerte.
Chiribis, mito sombrío
Aunque las fuentes no ofrezcan organigramas ni listados detallados de mandos, existe un consenso claro en la literatura memorialista y militante: los Chiribis actuaron como una milicia criminal al servicio de una causa que había decidido abandonar el terreno de la palabra para instalarse en el del plomo y la porra. Su función fue clara: disciplinar la calle, aterrorizar al contrario y demostrar que el socialismo sabía hablar el lenguaje brutal.
Con el paso del tiempo, el nombre Chiribis ha quedado como etiqueta de la memoria negra de la izquierda madrileña de los años treinta, un recordatorio incómodo de hasta dónde puede llegar una organización política cuando acepta que unos jóvenes enardecidos, educados en el odio y armados con impunidad, se conviertan en su tarjeta de visita en la calle.
Frente a la tentación de dulcificar ese pasado, el recuerdo de Juan Cuéllar y de tantas víctimas sin voz obliga a llamar a las cosas por su nombre: aquellos Chiribis no fueron héroes juveniles ni románticos luchadores, sino ejecutores de una violencia organizada que deshonra cualquier causa que pretendan justificar.
Esta es parte de la historia que pretenden ocultar. Por eso la publicamos aquí, en Criminales y otros delincuentes.




