Podría pensarse que una simple tilde es un adorno menor. Pero el caso de la señal de tráfico que grita “CORCUBÍON” (cuando debería decir “CORCUBIÓN”) demuestra, con cierto sabor tragicómico, que una tilde mal colocada puede alborotar pasiones, filólogos, chascarrillos de bar y a nuestra Galería de horrores, desde luego.
El fallo resulta tan burdo como insultante: la tilde no falta, sino que se ha plantado alegremente sobre la sílaba equivocada, transformando la dignidad del topónimo en una caricatura. ¿A quién debemos agradecer semejante atentado? Es difícil no imaginar a un funcionario distraído, a un rotulista sin ganas, o a un revisor que decidió que, total, ¡son solo rayitas!. Estas rayitas, sin embargo, separan el respeto local del descuido administrativo.
Pero no hay que engañarse: una tilde fuera de lugar puede tener más carga explosiva que una moción de censura. Para el gallego de pro, ver CORCUBÍON supone un microinfarto cultural y para el cronista, la excusa perfecta para ironizar sobre el trato que las autoridades dispensan a las palabras que dan sentido —y orgullo— a una tierra.
El daño trasciende lo humorístico. Un nombre mal escrito en una señal de tráfico es un mensaje sutil y diario: lo nuestro vale poco, lo propio no importa. Multiplicado el efecto por toda la geografía —como así es— y entendemos por qué la herida de una tilde duele más de lo que aparenta. No se trata de pedantería, sino de dignidad.
Por eso, hablarydecir reivindica la corrección urgente, el sonrojo necesario y un curso acelerado de acentuación obligatoria para los responsables. Corcubión merece ser escrito exactamente así: con su tilde puesta donde debe, chiquita pero orgullosa, simbolizando un mínimo respeto a la cultura y la lengua. Porque, al fin y al cabo, una tilde mal ubicada puede ser una broma, pero la identidad —como la ortografía— no debería estar nunca fuera de sitio.
¿Corcubíon? ¡Corcubión!
Existe el derecho al error tanto como la obligación de rectificar. La administración pública, con más motivo, debe corregir sus fallos: es una cuestión de respeto a las normas y a los ciudadanos. El problema es que, para algunos, entender esto parece una tarea casi inasumible.