En la pequeña localidad de Fonz, corazón del Cinca Medio en Huesca, una casa-palacio se recuerda por tener dos fachadas: una humilde y otra noble. En 1912, nació allí Irene Monroset Guillén, hija de un médico rural y de una madre local. La familia, conocida y respetada en el pueblo, transmitió a Irene el amor por el saber y el servicio público.
Irene Monroset. Vocación
Pronto quedó claro que Irene aspiraba a algo más que conformarse con los límites tradicionales impuestos a la mujer de su tiempo. Trasladada con su familia a Barcelona, pudo acceder a una formación universitaria poco habitual entre las españolas de su generación. En 1932, se licenció en Farmacia por la Universidad de Barcelona. Sin embargo, la Guerra Civil truncó su incipiente carrera y obligó a la familia a huir a Italia. Al regresar, Irene se colegió como farmacéutica en Huesca y se hizo cargo de la farmacia familiar en Fonz.
Investigación y silencios
Instalada de nuevo en Cataluña, Monroset encontró en los laboratorios Lainco el espacio para desarrollar su talento. Allí, trabajando a partir de un compuesto antiséptico descubierto poco antes, la merbromina, logró formular un desinfectante accesible, eficaz y sencillo de aplicar, al que dio el nombre de mercurocromo. Pronto, bajo el nombre comercial de Mercromina, este producto ocupó un lugar en la memoria de toda una generación de españoles: aquel líquido rojo intenso que aliviaba las heridas del juego y la infancia.
Curiosamente, la autoría de la mercromina fue, durante décadas, atribuida únicamente a José Antonio Serrallach, propietario del laboratorio. Aunque el registro comercial se presentó a nombre de ambos, la figura de Monroset fue progresivamente relegada, un caso más de esos silenciamientos tan habituales en la historia de la ciencia protagonizada por mujeres.
Un tardío reconocimiento
Irene Monroset nunca dejó de ejercer su vocación farmacéutica. A mediados de los años cincuenta abrió su propia farmacia en Sitges, donde residió hasta su fallecimiento en 1979. Su contribución científica, aunque ocultada en vida, recibió décadas después la Medalla de la Facultad de Farmacia de la Universidad de Barcelona a título póstumo —un gesto de reparación simbólica a una figura durante mucho tiempo invisible.
Hoy, la memoria de Irene Monroset permanece viva no solo en su pueblo natal, donde una de las casas conserva su rastro, sino también en la piel y la nostalgia de quienes, de niños, vieron cómo la ciencia y el tesón de una mujer podían proteger y curar las heridas cotidianas. La mercromina es más que un remedio doméstico: es símbolo de una injusticia reparada y homenaje a quienes abrieron camino donde solo cabía el olvido.
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