La letra M suena como un murmullo en la penumbra, como el pecho que se ofrece antes del lenguaje. Es la primera vocalización del recién nacido —mamá, madre, ma— y también la última sílaba que se pronuncia cuando el mundo se despide en silencio: mmm.
La M es redonda, pero no cerrada. Tiene dos senos, dos montes, dos brazos que se abren hacia abajo como quien acoge. En su trazo hay una arquitectura de ternura: una simetría que no impone, sino que sostiene. Es la letra del alimento, del origen, del murmullo que precede al verbo.
La M no grita, pero funda
En casi todas las lenguas, la palabra madre comienza con M. No por azar, sino por necesidad fonética y afectiva: es el sonido más fácil de articular con los labios, el primero que se forma en la boca del infante. En el sánscrito mātṛ, en el latín mater, en el griego mētēr, en el árabe umm, en el hebreo ima, en el quechua mama. La M es un útero fonético: todo empieza en ella.
Pero no se queda en lo biológico. La M es también la letra de la memoria, del mito, del misterio. Es la inicial de lo que no se ve pero se intuye: mística, melancolía, muerte. En español, su sonoridad se asocia a lo íntimo, lo doméstico, lo que se guarda. Mueble, mantel, manta, maduro, mimar.
En la historia tipográfica, la M romana es una de las letras más estables y solemnes. En las inscripciones lapidarias, su forma majestuosa recuerda un frontón clásico: dos columnas y un vértice. Pero incluso allí, en mármol y capital, la M no pierde su aura de refugio. Es una letra que no necesita adornos: su fuerza está en su estructura.
M de madre, pero también de medida
No es solo afecto: también es norma. Es la letra de la medida, del metro, del módulo. En arquitectura, en poesía, en música, la M marca el compás. Es la letra que organiza, que da forma sin rigidez. Como una madre que enseña sin imponer, que guía sin sujetar.
En la literatura, la M aparece como marca de lo maternal, pero también de lo monstruoso. Medusa, Macbeth, Medea: figuras que desbordan el arquetipo, que muestran que lo maternal no es solo dulzura, sino también potencia, ambivalencia, abismo. La M, como toda madre, puede ser origen y límite, consuelo y amenaza.
Conclusión
La M no necesita alzarse para ser oída. Su poder está en lo que sostiene, no en lo que exhibe. Es la letra que nos nombra antes de que sepamos hablar. La que nos arropa en la infancia y nos acompaña en la memoria. La que murmura cuando todo calla.
En un alfabeto de aristas y vértices, la M es la curva que acoge. La letra que no se impone, pero funda. La que no grita, pero permanece. La maternal.