Este era anarquista y criminal. En Ramón Mercader señalamos que bien sabemos —al menos quienes nacimos en la época de Franco o de la Transición— que uno de los mejores y mayores pasatiempos de los comunistas siempre ha sido matarse entre ellos. Y, aunque no lo dijimos expresamente, es evidente que también nos referíamos a los anarquistas, como muchos ejemplos podíamos poner.
Mateo Morral. El anarquista del ramo de flores
Mateo Morral Roca (1879-1906) ocupa un lugar singular en la crónica negra y política española por protagonizar uno de los atentados más impactantes de la historia moderna: el fallido magnicidio contra el rey Alfonso XIII el día de su boda, el 31 de mayo de 1906.
Nacido en el seno de una acomodada familia textil de Sabadell, Morral era un joven culto, políglota y de gustos refinados, que abrazó el anarquismo influido por figuras como Francisco Ferrer Guardia y Nicolás Estévanez. Su historia se vuelve especialmente llamativa por el contraste entre su origen burgués y su radicalización política, así como por la teatralidad del atentado: ocultó una bomba de tipo Orsini en un ramo de flores y la arrojó desde el balcón de una pensión de la calle Mayor de Madrid al paso de la carroza real. El artefacto, sin embargo, rebotó en el tendido eléctrico y explotó entre la multitud, matando a entre veinte y treinta personas e hiriendo a más de cien, mientras los reyes salieron ilesos.
Después del atentado, Morral huyó y buscó refugio entre simpatizantes anarquistas; finalmente, varias personas lo reconocieron en un ventorrillo cerca de la estación de Torrejón de Ardoz. Allí, según la versión oficial, mató a un guardia y después se suicidó de un disparo en el pecho. Sin embargo, investigaciones recientes y análisis forenses han puesto en duda esta versión, sugiriendo que a Morral le asesinaron, ya que las heridas no se correspondían con un suicidio y presentaba signos de violencia previa.
Corolario
La perversión de Morral reside en su desprecio absoluto por la vida humana, sacrificando a ciudadanos anónimos en nombre de una causa que, en la práctica, solo sembró dolor y terror. Su legado no es el de un héroe trágico, sino el de un criminal cuya acción marcó con sangre el inicio del siglo XX español y dejó una huella imborrable en la memoria colectiva como símbolo de la barbarie política. Magnificar o perdonar su figura, como hicieron Valle-Inclán y Baroja, es ignorar la brutalidad de sus actos y el sufrimiento de sus víctimas.