Agustín de Foxá fue elegido académico de la Real Academia Española en 1956, pero su ingreso quedó inconcluso: murió sin leer el discurso preceptivo. Su vida, marcada por el ingenio, la diplomacia y la melancolía literaria, dejó una huella singular en la cultura española del siglo XX.
Agustín de Foxá. Aristócrata entre poetas y embajadas
Nacido en Madrid el 28 de febrero de 1906, Agustín de Foxá y Torroba, conde de Foxá, encarnó una figura difícil de encasillar: poeta de tertulia, novelista de guerra, diplomático itinerante y periodista nostálgico. Estudió Derecho y en 1930 ingresó en la carrera diplomática, que lo llevó por Bucarest, Sofía, Helsinki, Montevideo, Buenos Aires, La Habana y Manila. Su paso por Italia como jefe de Falange Española (1939–1941) y su amistad con Curzio Malaparte —quien lo inmortalizó en Kaputt— revelan una vida vivida entre ideología, literatura y representación.
Foxá fue también un cronista de la España convulsa. Su novela Madrid, de Corte a checa (1938) retrata el hundimiento del orden republicano desde una perspectiva nacionalista, con una prosa que mezcla sarcasmo, lirismo y denuncia. En sus artículos para ABC, reunidos en Un mundo sin melodía (1949) y Por la otra orilla (1955), se percibe su rechazo al mundo moderno y su fascinación por lo antiguo, lo aristocrático, lo perdido.
El poeta que no tomó asiento
En 1956, Foxá fue elegido académico de número de la Real Academia Española para ocupar la silla Z. Pero nunca llegó a leer el discurso de ingreso. Su salud, ya deteriorada, lo obligó a abandonar su último destino diplomático en Manila. Murió en Madrid el 30 de junio de 1959, dejando la silla vacía y el discurso sin pronunciar.
Su ingreso frustrado en la RAE es más que una anécdota: es símbolo de una vida que rozó lo institucional sin someterse del todo. Foxá fue un hombre de ingenio brillante, de frases memorables, de presencia escénica. José María Pemán lo describió como un poeta de arrebatadora personalidad que llenaba una gran zona de la vida social de Madrid. Y Salvador Fernández Ramírez, su sucesor en la silla Z, lo evocó como un niño que viste la ropa de los mayores porque se le ha quedado estrecho el mundo infantil.
Agustín de Foxá. Una sombra melancólica
Su teatro —Baile en capitanía (1944), El beso a la Bella Durmiente (1948)— está envuelto en una melancolía que añora los viejos hábitos de la sociedad madrileña. En poesía, desde La niña del caracol (1933) hasta El gallo y la muerte (1948), mezcla lo popular con lo culto, lo taurino con lo metafísico.
Su semblanza no se mide por el número de obras ni por el cargo académico que no llegó a ejercer, sino por la intensidad con que vivió y escribió. Fue un aristócrata que no se refugió en el protocolo, sino que lo usó como escenario para su ingenio. Su entrada inconclusa en la RAE es la estampa final: un escritor que, quizás, vivió demasiado deprisa.




