El océano Atlántico no recibe su nombre por su posición entre continentes ni por alguna propiedad física. Su denominación es mitológica, no geográfica. Proviene de Atlantis thalassa, expresión griega que significa el mar de Atlas.
No hay ambigüedad en esto: el término se refiere al titán Atlas, figura de la mitología griega que sostenía el cielo sobre sus hombros y cuya presencia simbólica se asocia con los confines occidentales del mundo conocido por los helenos.
Atlas: del mito al mapa
Atlas no es un explorador ni un cartógrafo, sino una figura cósmica. Su castigo—sostener la bóveda celeste—lo sitúa en el extremo del mundo, más allá de las columnas de Hércules. Para los griegos, ese límite occidental era el umbral del océano que separaba lo conocido de lo desconocido. Así, el mar que se extendía más allá de Gibraltar fue llamado Atlántico, no por lo que contenía, sino por lo que representaba: el dominio de Atlas, el titán del horizonte.
De los griegos a la cartografía moderna
La continuidad del nombre desde la antigüedad hasta la cartografía moderna no es casual. El término Oceanus Atlanticus aparece en textos latinos, se conserva en la Edad Media y se consolida en la era de los descubrimientos. No hay ruptura ni reinvención: el nombre se hereda con fidelidad, como símbolo de un límite que se convierte en vía. El Atlántico deja de ser frontera y se convierte en espacio de tránsito, pero su nombre conserva la huella del mito.
El Atlántico como espacio simbólico
Llamar Atlántico al océano que separa Europa de América no es una decisión técnica, sino una afirmación cultural. Es reconocer que los nombres no solo designan, sino que narran. El Atlántico no es solo agua: es el mar que lleva el peso del cielo, el mar que marca el fin del mundo antiguo y el comienzo del mundo moderno. Su nombre no describe, evoca.