José Antonio Griñán no fue elegido por las urnas, sino por la dedocracia socialista. Sustituyó a Manuel Chaves (otro que tal) en 2009 como presidente de la Junta de Andalucía, en una transición tan silenciosa como un ascenso por escalera de servicio.
Su perfil técnico —exministro de Sanidad y Hacienda, economista de carrera— prometía gestión, pero acabó encarnando el síndrome del funcionario metido a político: mucha contabilidad, poca política y menos aún control.
Griñán y el caso ERE: mirar a otro lado es delito
La trama de los ERE fraudulentos, que repartió ayudas públicas sin control durante una década, estalló en su cara como una bomba de relojería mal programada. Griñán fue condenado en 2019 a seis años de prisión por malversación y 15 de inhabilitación por prevaricación. Aunque siempre negó haber robado, los jueces consideraron que permitió conscientemente un sistema ilegal de reparto de fondos. No fue el ladrón, pero sí el portero que dejó la puerta abierta.
¿Y la cárcel? No, gracias: tengo cáncer
En 2023, la Audiencia de Sevilla suspendió su ingreso en prisión durante cinco años por padecer una enfermedad muy grave e incurable. El cáncer le salvó de la celda, aunque no del descrédito. En julio de 2024, el Tribunal Constitucional anuló su condena y ordenó dictar una nueva sentencia. La justicia, como el jamón, se cura con tiempo… y recursos de amparo que resuelven los subalternos.
El cáncer estaba en él pero él era, y es, un cáncer.
Verborragia sin freno: meteduras de pata con acento institucional
Griñán nunca fue célebre por sus discursos, pero sí por sus silencios y frases de manual. En plena crisis de los ERE, soltó sin despeinarse este traidor a los parados andaluces, que no había que judicializar la política, como si la política no pudiera ser ilegal. Su estilo era tan plano que parecía redactado por un gabinete de estadística. Cuando hablaba, parecía que lo hacía para que no se notara. Y cuando no hablaba, se notaba más.
¿Oclócrata? Y desvergonzado
No fue populista ni agitador. Más bien, un tecnócrata con gafas de despacho que confundió la gestión con la gobernanza. Su falta de control sobre los mecanismos administrativos lo convierte en un caso de oclocracia por omisión: dejó que el desgobierno se instalara mientras él firmaba presupuestos. No lideró una turba, pero sí permitió que otros se sirvieran del erario como si fuera una barra libre.
Griñán. El perdón que nunca pidió
José Antonio Griñán fue condenado por permitir un sistema fraudulento que malversó cientos de millones de euros en ayudas públicas. La justicia lo consideró responsable, aunque no autor material.
Sin embargo, nunca pidió perdón. No lo hizo al ser imputado, ni al ser condenado, ni al ser beneficiado por la suspensión de la pena por enfermedad. Su discurso se mantuvo en la línea del tecnócrata que no sabía, que no vio y que no firmó. Pero sí presidió. Y sí permitió. Su silencio ante el daño causado —institucional, económico y moral— es tan elocuente como su gestión: una forma de gobernar sin asumir, de hablar sin decir, de dimitir sin explicar. ¿A qué siniestro personaje les recuerda? Pues eso.
El hombre que no sabía decir ‘no’
Griñán fue presidente del PSOE, ministro, consejero, presidente autonómico… y nunca ganó una elección directa como cabeza de lista. Su carrera es un ejemplo de cómo se puede ascender sin convencer. En su etapa como ministro de Sanidad, impulsó la ley del tabaco, pero en Andalucía no quiso apagar el fuego de la corrupción. Su estilo era tan discreto que, cuando dimitió, muchos pensaron que ya lo había hecho antes.
José Antonio Griñán es el retrato de una España institucional que confunde la gestión con la responsabilidad, y la lealtad de partido con la ética pública. No robó, pero dejó que otros lo hicieran. No gritó, pero tampoco vigiló. Y cuando la justicia llamó, se excusó con la enfermedad. En el fondo, más que un corrupto, que también, fue un ausente con cargo. ¿El problema? Que el cargo sí estaba presente.




