Rubalcaba, el alquimista

agosto 10, 2025

Sí, nos referimos a Alfredo Pérez Rubalcaba.

A quienes se dedican a desenterrar cadáveres por cualquier rincón, no creo que les incomode —por pura coherencia— que hoy dediquemos un artículo a un socialista muy influyente, aunque ya no pertenezca al mundo de los vivos.

Más que nada porque, sin él, muchas cosas no serían como son.

Rubalcaba: El químico que sintetizó el Estado

Alfredo Pérez Rubalcaba no fue un político. Fue una fórmula. Doctor en Química Orgánica, profesor universitario, atleta frustrado y estratega consumado. Mientras otros hacían política, él la calculaba. Mientras otros improvisaban, él diseñaba. Y mientras otros gritaban, él susurraba. Rubalcaba fue el último ministro de Estado, el último que sabía lo que hacía y por qué lo hacía.

Desde la LOGSE hasta el fin de ETA, pasando por el 11-M, los GAL, el Pacto Antiterrorista, la abdicación de Juan Carlos I y el hundimiento del PSOE, Rubalcaba estuvo en todos los momentos clave. No siempre como protagonista, pero siempre como autor intelectual.

El cerebro del felipismo

Ministro de Educación, de Presidencia, portavoz del Gobierno… Rubalcaba fue el escudo humano de Felipe González en los años del plomo. Cuando estallaban escándalos —Filesa, Roldán, GAL— él salía a dar la cara. No porque creyera en la inocencia, sino porque sabía cómo defender la culpa. Su oratoria era quirúrgica, su cinismo elegante, su lealtad absoluta.

Fue el creador de la LOGSE, la ley que cambió la educación española y que aún divide a pedagogos y ciudadanos. Pero su verdadero talento estaba en la gestión del conflicto. Negociaba con sindicatos, con partidos, con terroristas. Y siempre salía con algo.

El estratega oclócrata

En 2004, tras los atentados del 11-M, Rubalcaba pronunció una frase que quedó para la historia: Los españoles merecen un Gobierno que no les mienta. Con esa frase, desmontó la versión oficial del PP y cambió el rumbo de las elecciones. Fue el arquitecto de la victoria de Zapatero, el hombre que entendía el relato antes de que existiera el relato.

Como ministro del Interior, dirigió la lucha contra ETA con precisión. No hizo ruido, no pidió medallas, pero logró el silencio de las armas. El precio, sin embargo, lo seguimos pagando y cada vez es más alto. Porque, de nuevo, el objetivo no era mejorar la vida de la ciudadanía, sino proteger los intereses de una ideología criminal, de su casta.

Y es que Rubalcaba no era ideológico: era funcional.

Rubalcaba. El líder que no quería serlo

En 2011, tras la debacle electoral del PSOE, Rubalcaba asumió el liderazgo del partido. Lo hizo por responsabilidad, no por ambición. Y lo pagó caro. Perdió las elecciones, sufrió el peor resultado del PSOE, y en 2014, tras otro descalabro en las europeas, dimitió sin excusas. La responsabilidad es mía, dijo. Y se fue. Sin drama, sin victimismo, sin resistencia.

Volvió a la universidad, a sus clases de química, como si la política hubiera sido solo un experimento. Pero dejó un vacío que nadie ha llenado. Porque Rubalcaba era el último que sabía cómo funciona el Estado. El último que leía los informes antes de hablar. El último que negociaba con ETA y con el Rey en la misma semana.

El fin del alquimista

Rubalcaba no gobernó: operó. Con precisión quirúrgica, pero sin anestesia social. Su política fue sectaria, diseñada para blindar estructuras de poder y silenciar cualquier disidencia, no para aliviar las urgencias del pueblo.

No hubo empatía, ni escucha, ni propósito colectivo. Solo maniobras, pactos en la sombra y una lealtad férrea al aparato.

Bajo su mando, el PSOE dejó de ser socialista —aunque lamentablemente siguió siendo criminal y corrúpata— para convertirse en una maquinaria fría, funcional, pero hueca.

 

Oclócrata Pérez Rubalcaba

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