Las siglas ZP —de José Luis Rodríguez Zapatero— fueron una creación publicitaria que buscaba proyectar modernidad y cercanía, como si el presidente fuera una marca juvenil.
Pero si algo marcó su iconografía política fue la famosa ceja, convertida en símbolo de adhesión cultural durante la campaña de 2008. Artistas e intelectuales (tipo Ramoncín o Willy Toledo), agrupados en la Plataforma de Apoyo a Zapatero, replicaban el gesto de arquear el dedo índice sobre la ceja como muestra de respaldo. Un pictograma político, casi caricaturesco, que pretendía convertir al presidente en un icono pop de la izquierda buenista.
El origen de un oclócrata
José Luis Rodríguez Zapatero llegó al poder como quien entra en una biblioteca con una sonrisa y un libro de autoayuda bajo el brazo. Prometía diálogo, paz, y una España moderna, pero lo que entregó fue una mezcla de ingenuidad institucional y una peligrosa tendencia a confundir el voluntarismo con el gobierno.
Su mandato comenzó con gestos simbólicos: retirar las tropas de Irak, legalizar el matrimonio homosexual y abrir la caja de la (des)memoria histórica. Todo con una retórica suave, casi anestésica, que escondía una fractura: la de gobernar por pulsión emocional, por la presión del momento, por el aplauso fácil. El talante, ese concepto que parecía una virtud, se convirtió en una coartada para evitar decisiones difíciles o para tomarlas sin consenso.
Zapatero y sus cosas
Fue el presidente que prometió aceptar el Estatuto catalán que aprobara el Parlament, como si la Constitución fuera un menú de degustación.
Su frase sobre el viento y la tierra no pertenece a nadie se convirtió en símbolo de su estilo: poético, pero peligrosamente vacío. Mientras negaba la crisis económica, España se hundía en la burbuja inmobiliaria y él seguía hablando de la Champions League de la economía. Cuando la realidad lo alcanzó, ya era tarde: el paro se disparó, el déficit se descontroló y su credibilidad se evaporó como el talante en una tormenta.
El mediador de dictadores
Tras dejar la Moncloa, Zapatero no se retiró al silencio, sino que se recicló como mediador internacional, especialmente en Venezuela. Su cercanía con el régimen de Maduro es objeto de sospechas, críticas y acusaciones.
Ha defendido elecciones fraudulentas, ha legitimado a un régimen acusado de crímenes de lesa humanidad y ha sido señalado por exfuncionarios chavistas como operador de intereses oscuros. Su papel en la liberación de presos, en negociaciones opacas y en la defensa pública del chavismo lo han convertido en un personaje ambiguo, casi diplomático de lo indecible.
Zapaterismo: preámbulo del sanchismo
Zapatero no fue una anomalía: fue el prólogo. El zapaterismo inauguró una forma de gobernar basada en la emoción, el relato y la fragmentación institucional. Pedro Sánchez recogió ese legado y lo llevó al extremo: decretazos, pactos con partidos antisistema, desprecio por la separación de poderes y una política exterior coqueteando con regímenes autoritarios.
El zapaterismo abrió la puerta a la idea de que la ley es negociable, que la historia es un arma política y que el poder puede ejercerse sin límites si se envuelve en una narrativa progresista. El sanchismo tomó esa fórmula y la convirtió en maquinaria: propaganda, polarización y una gestión no solo errática, sino deliberadamente destructiva.
Zapatero y su talante insultante
Zapatero es el bufón que se creyó filósofo y Sánchez el actor que se cree emperador. El primero hablaba con lirismo mientras la economía ardía; el segundo gobierna con arrogancia mientras las instituciones se desmoronan. Ambos comparten una fe ciega en el relato, una indiferencia por la ley y una habilidad para disfrazar el poder como virtud.
El zapaterismo criminalizó la discrepancia con leyes de memoria selectiva; el sanchismo criminaliza la oposición con reformas judiciales a medida. El primero pactó con ETA en la sombra; el segundo pacta con condenados por sedición a plena luz. El primero negó la crisis; el segundo niega la realidad. Ambos han convertido el Estado en un instrumento de partido y la democracia en un decorado.
Si Zapatero fue el alquimista del talante, Sánchez es el brujo del poder. Y entre ambos han escrito una tragedia en dos actos, donde el pueblo aplaude mientras le vacían los bolsillos, le reescriben la historia y le venden la libertad envuelta en eslóganes.
Bienvenido, Zapatero, a nuestra sección de Oclócratas… más que nada porque es una cárcel de la que nadie sale.