Manuel Filiberto de Saboya nació en Chambéry en 1528, en un momento de crisis dinástica y ocupación francesa.
Su infancia transcurrió entre la corte y el exilio, lo que le dio una educación eclesiástica temprana, pero también una conciencia política precoz. Aprendió latín, teología y derecho canónico, pero su formación se desplazó pronto hacia la estrategia militar, la diplomacia y la administración territorial.
No fue un erudito de gabinete, sino un hombre de frontera: entre lenguas, entre reinos, entre saberes.
Manuel Filiberto: guerra, reforma y escritura
Su fama como general se consolidó en la batalla de San Quintín (1557), donde comandó las tropas de Felipe II de España con una eficacia que le valió respeto en toda Europa. Fue uno de los principales artífices de la victoria hispánica frente a Francia y su figura quedó ligada al imaginario militar español como modelo de sobriedad táctica y prudencia estratégica.
Pero su actividad no se limitó al campo de batalla. Como duque de Saboya, impulsó reformas administrativas, reorganizó el ejército, promovió la reconstrucción de Turín y fomentó la educación y la cultura en sus dominios. Su relación con España se consolidó aún más al ser nombrado gobernador general de los Países Bajos por Felipe II (1559–1561), en un momento de alta tensión religiosa y política. Allí aplicó criterios de gobierno que reflejaban la lógica imperial hispánica: contención, orden, técnica.
Escribió un diario de campaña —el Diario de Manuel Filiberto— que no es sólo testimonio militar, sino reflexión política y técnica. Su correspondencia revela el dominio de varias lenguas, incluido el castellano, y una visión estratégica que abarcaba desde la arquitectura defensiva hasta la diplomacia dinástica.
Su relación con España se consolidó aún más a través de su hijo, Carlos Manuel I, quien contrajo matrimonio con Catalina Micaela de Austria, hija de Felipe II. Esa alianza dinástica reforzó la posición de Saboya como aliado estable de la monarquía hispánica, y prolongó la integración simbólica entre ambos mundos
Polimatía sin exhibición
No fue un polímata en el sentido enciclopédico, sino en el sentido renacentista: un hombre capaz de integrar saberes diversos en la acción.
Su vida fue una síntesis de teología, táctica, derecho, urbanismo, escritura y política. No buscó la fama intelectual, pero ejerció el pensamiento aplicado con rigor y amplitud. Su figura encarna la polimatía como práctica: no como acumulación de conocimientos, sino como capacidad de operar con ellos en contextos complejos. En su caso, esos contextos fueron los del imperio español, con sus fricciones, sus lenguas y sus exigencias técnicas.
Por qué lo consideramos polímata
Porque su vida fue una articulación de saberes en tensión: teología y guerra, exilio y gobierno, escritura y estrategia. Porque supo pensar desde la frontera —geográfica, lingüística, epistemológica— y actuar con eficacia en cada una. También porque su legado no está en tratados abstractos, sino en decisiones que transformaron territorios, instituciones y lenguajes. Y porque su figura recuerda que la polimatía no es una vanidad intelectual, sino una forma de responsabilidad histórica.
Manuel Filiberto de Saboya murió en Turín en 1580, a los 52 años de edad.