José Luis Ábalos no fue un ministro: fue el fontanero mayor del reino. El hombre que conocía cada tubería del PSOE, cada fuga, cada presión. Secretario de Organización, ministro primero de Fomento y luego de Transportes y confidente de Pedro Sánchez en los días en que el poder aún se construía con pactos en cafeterías y llamadas nocturnas.
Ábalos no llegaba a los sitios: se infiltraba. Y cuando hablaba, no pronunciaba frases, sino claves.
Ábalos, el Carbonerito
Le llamaban como a su padre: El Carbonerito. No por el carbón, sino por Carboneras de Guadazaón, el pueblo conquense que lo vio nacer. Antes de afiliarse al PSOE, lo hizo al PCE en 1976, cuando la política aún se escribía con tinta clandestina. Su familia regentó un negocio de muñecas artesanales y él mismo llegó a ejercer como maestro de enseñanza primaria durante tres meses, antes de que la militancia lo absorbiera por completo.
Durante años, fue el número dos del sanchismo, el ejecutor silencioso, el que hacía el trabajo sucio mientras otros salían en la foto. Pero como todo fontanero que se cree arquitecto, acabó diseñando su propia caída. El caso Koldo (realmente caso PSOE) lo convirtió en protagonista involuntario de una trama que huele a mascarillas, comisiones y favores con factura.
El arte de facturar sin salpicar
Según los datos entregados al Supremo, Ábalos cobró más de 586.000 euros en una década. El PSOE lo retribuía con precisión quirúrgica: como diputado, como miembro de la ejecutiva, como ministro, como gestor de gastos anticipados. Y él, obediente, devolvía parte en forma de donaciones. Un sistema circular, como el agua que entra por un grifo y sale por el desagüe.
Pero la Guardia Civil no se conformó con los números oficiales. La UCO rastreó sus cuentas y encontró un agujero negro: más de 670.000 euros desaparecidos. El dinero estaba, pero no en sus cuentas. ¿A dónde fue? ¿A qué manos llegó? ¿Qué favores compró? Ábalos, como buen fontanero, no responde: se limita a cerrar la llave.
El despacho del garaje
Tras su caída, no se refugió en un retiro dorado. Lo entrevistaron en un despacho improvisado al fondo de un garaje, rodeado de cajas, humedades y muebles viejos. El escenario perfecto para un personaje que pasó de ministro a sospechoso, de estratega a superviviente. Allí, entre trastos, confesó su calvario: Yo ya estoy condenado, dijo. Y no por los jueces, sino por el sistema que lo usó y luego lo arrojó al Grupo Mixto como quien tira una herramienta rota.
El PSOE tardó 16 meses en expulsarlo. Lo mantuvo en suspensión, como quien guarda una bomba en el cajón por si algún día hace falta. Y cuando el escándalo de Santos Cerdán amenazó con incendiar Ferraz, Ábalos se convirtió en cortina de humo. Lo echaron con solemnidad, como si el problema fuera él y no el sistema que lo fabricó.
Lo que deja Ábalos, el Carbonerito
Ábalos —oclócrata de manual— no deja leyes memorables ni discursos brillantes. Deja audios, transferencias, cientos de sinvergonzonadas y un silencio incómodo. Fue el hombre que hizo posible el ascenso de Sánchez, que tejió alianzas, que controló el aparato. Y cuando quiso cobrar por todo lo que sabía, descubrió que el poder no paga con gratitud, sino con olvido.
Hoy, su nombre es sinónimo de corrupción funcional: esa que no se grita, pero se practica. Esa que no se firma, pero se factura. Esa que no se denuncia, porque todos la necesitan. Ábalos fue el fontanero del sanchismo y como todo buen fontanero, sabía dónde estaban las fugas. El problema es que, al final, la fuga fue él.