Es el perfecto ministro, solo si tenemos en cuenta que la palabra ministro proviene del latín minister, que significa servidor o auxiliar. A mí siempre me recuerda a uno de esos bufones de los de antes, pequeñitos y altivos que pretender defender a su primo de Zumosol de un ataque del fascismo inexistente. Ahí está el pobre hombre diciendo cosas que ni comprende ni entiende…
Contemplen al ministro Albares, un hombre que ha perfeccionado el arte de navegar por aguas turbulentas sin mojarse ni un pelo de su impecable peinado. Con un traje que parece blindado contra las críticas y una sonrisa tan ensayada que podría ganar un Óscar (el del pasillo de su casa que, como es natural, se la estaremos pagando entre todos), Albares se desliza por los entresijos del poder como si fueran una alfombra roja.
Su maletín, más pesado por los secretos que por los documentos, lo acompaña como un fiel escudero. Sus ojos, entrenados para no parpadear ante las preguntas incómodas, escanean constantemente el horizonte en busca de la próxima crisis que pueda convertir en una nueva oportunidad de hacer el ridículo.
Con habilidades dignas de contorsionistas, Albares logra dar respuestas que no responden a nada, mientras su corbata permanece tan recta como su postura moral autoproclamada. Si hay que decir blanco, pone cara de blanco (estúpida, eso sí) y dice blanco con tanta facilidad como tendría para decir fucsia, rojo o morado.
Ministro Albares
En el teatro de la política internacional, Albares es el actor que nunca olvida su guion, incluso cuando la obra ha cambiado. Con la precisión de un viejo relojero suizo, mide cada palabra, cada gesto, asegurándose de que su imagen de estadista imperturbable no se desmorone bajo el peso de la realidad: nunca consigue pasar de ser un mero títere flácido y apelmazado.
En resumen, José Manuel Albares es el epítome del diplomático moderno: un maestro en el arte de decir mucho sin decir nada, siempre listo para transformar una crisis internacional en un ejercicio de relaciones públicas, todo ello sin despeinar ni un solo cabello de su perfectamente calculada apariencia. De pacotilla, baladí, banal, despreciable y contraproducente… Alipori.