He de confesar que el personaje que hoy pasa a engrosar nuestra relación de oclócratas siempre me ha caído entre muy mal y fatal.
Lo imagino con la mirada torva, las manos siempre sudadas y ese saludo frío, sin firmeza, como si estrechar la mano fuera un trámite incómodo. Algo así como el hombre de las 9 señales del hijoputa.
La mascarilla de Salvador Illa
Salvador Illa no es un político. Es una entonación. Siempre pausado, siempre reflexivo, siempre diciendo convivencia mientras firmaba pactos con ERC. Illa no grita, no improvisa, no se descompone. Es el separatismo con traje y sonrisa: el que no grita, pero avanza. El hombre que defiende el catalán obligatorio en sanidad, educación y administración, pero lo hace con tono de profesor de ética.
Dicen que en tiempos de pandemia, algunos fabricaban mascarillas. Salvador Illa, en cambio, fabricaba contratos. Con la precisión de un relojero suizo y la opacidad de un callejón sin farolas, adjudicó millones a una empresa de su pueblo, FCS Select, que hasta entonces se dedicaba a embotellar licores. ¿Mascarillas quirúrgicas? ¿Respiradores? ¿Gafas protectoras? Todo en manos de una firma con más experiencia en corchos que en quirófanos. El resultado: lotes defectuosos, pagos por adelantado, y un informe del Tribunal de Cuentas que huele más a aguardiente que a gel hidroalcohólico.
Illa, el separatista con corbata constitucional
Desde el Ministerio de Sanidad hasta el Palacio de la Generalidad, Illa ha sido el gestor del relato. El que vendía mascarillas defectuosas en pandemia y ahora vende federalismo funcional en Cataluña. No rompe España: la reconfigura. Con delegaciones en China que parecen embajadas, con pactos fiscales que limitan la solidaridad entre regiones y con discursos que podrían estar escritos por Junqueras pero corregidos por La Vanguardia.
El filósofo que gestiona sin despeinarse
Illa estudió Filosofía, pero nunca se le ha visto pensar en público. Fue alcalde de La Roca del Vallès, director general en la Generalidad, ministro de Sanidad en plena pandemia y ahora presidente catalán gracias a un pacto con los separatistas de Izquierda Republicana de Cataluña.
¿Moderado? Solo en el tono. Porque mientras habla de reencuentro, refuerza el uso obligatorio del catalán en todos los ámbitos sociales. Mientras defiende la legalidad, mantiene la red de embajadas catalanas en el extranjero. Y mientras niega la independencia, firma acuerdos que la preparan.
El separatismo elegante
Lo que hace a Illa peligroso no es lo que dice, sino cómo lo dice. No grita independencia, pero la institucionaliza. No pide referéndum, pero lo insinúa. Tampoco rompe la Constitución, pero la estira como un chicle. Como dijo Ignacio Garriga, líder de Vox: Illa tiene de moderado lo que Sánchez de patriota.
Y no es solo Vox. El PP también lo acusa de ampliar estructuras separatistas con dinero público. Porque Illa no es un radical: es un gestor del separatismo. El que lo hace viable, presentable, financiable.
Illa, Illa, moderado funcional
Nunca deja frases memorables, ni gestos heroicos, ni rupturas dramáticas. Deja estructuras. Delegaciones, departamentos lingüísticos, pactos fiscales y una Generalidad que sigue la hoja de ruta del proceso separatista, pero con corbata y sin pancartas.
Es el separatismo sin épica, sin banderas estrelladas, sin Waterloo. Pero con presupuesto, con BOE, con apoyo del PSOE. Porque Illa no quiere romper España: quiere redefinirla desde dentro, hasta que nadie reconozca lo que fue.
Filosofía sin ética
Su desvergüenza, su amoralidad y su sometimiento ciego a quien le ha dado todo (nos referimos al sátrapa, al cómitre) la acaba de reafirmar. Por si quedaba alguna duda, el 2 de septiembre Salvador Illa viajó a Bruselas para reunirse con Carles Puigdemont, el expresidente fugado de la justicia española desde 2017. Lo hizo en la sede de la Generalidad ante la Unión Europea, en una cita a puerta cerrada, sin prensa, sin explicaciones y con una escenografía cuidadosamente despolitizada.
El mismo Illa que en 2018 acusaba a Quim Torra de estar a las órdenes de Puigdemont por reunirse con él en Waterloo, ahora se presenta como interlocutor directo del prófugo. El mismo que decía que no era el momento, que no era el lugar, que no era el procedimiento. Ayer lo fue todo. Y lo fue porque el proceso ya no necesita épica: le basta con la corbata de un socialista funcional.
Pero igual no se han enterado de lo importante: ya no engañan a nadie (aunque siga habiendo mucho estómago agradecido).